Si ya nos conoces, sabrás que solemos hacer de vez en cuando una escapada para oxigenarnos, salir de la oficina y compartir nuevas experiencias que puedan enriquecernos como equipo y como personas. Hoy me gustaría hablarte de una salida que hicimos hace unos días y que ya empieza a convertirse en tradición: una cena en La Mola.
Tal como ellos mismos anuncian, el Restaurant la Mola es lo más alto del Vallés (Occidental, en este caso). Se encuentra a 1.104 metros sobre el nivel del mar y para llegar a él hay que ascender a la cumbre de la montaña de Sant Llorenç. El restaurante se sitúa en la parte más alta de esta montaña y comparte su privilegiada estructura con un monasterio románico del siglo X. Llegar allí arriba justo antes de la hora de cenar (y bajar después con la alegría del vino y la sangría en el cuerpo) es una experiencia difícil de olvidar.
Nuestra primera subida a la Mola fue muy especial, al menos para mí. Ascender una montaña siempre me ha parecido algo tremendamente simbólico. Hacerlo con la gente con la cual compartes emprendimiento laboral desde hace años, en algunos casos incluso décadas, se convierte en algo casi ceremonial. Y nada más alejado de la realidad que imaginarnos en plena ascensión “espiritual”, porque la charla durante la subida y el descenso es de lo más casual; pero me gusta creer que esta brillantez en los ojos de mis compañeros y estas ganas de repetir (ya es la cuarta vez que lo hacemos) tiene algo que ver con esta comunión emocional que comento. Hay cosas que se nombran mejor sin palabras.
Cada proyecto, cada nuevo reto que surge en nuestra realidad profesional, supone una pequeña gran montaña que tenemos que subir juntos para obtener un buen resultado. Es interesante ver como cada miembro del equipo tiene sus preferencias respecto a sus caminos favoritos, sus rincones especiales y sus momentos durante la ascensión. A Joan le encanta andar por sendos anchos, donde todos podamos vernos las caras y explicarnos anécdotas; Raül necesita que doblamos por aquel tramo para observar las vistas y poder decir aquello de “Collons, mirad qué puesta de sol”; Carles disfruta de cualquier ocasión para hacer unas risas y captar los detalles espontáneos mientras que Jona se mantiene en su tono moderado, sin hacer mucho ruido pero apareciendo siempre allá cuando buscas a un compañero delante o detrás para echarte un cable o comentar un chascarrillo. Y yo… yo los miro a todos ellos y aprendo, admiro, contemplo. Disfruto de la gran suerte de formar parte de un equipo de personas excepcionales, más allá que seamos más o menos capaces de cumplir todos nuestros objetivos empresariales.
Y más allá de esto, de las palabras y de lo que yo pueda haber sentido y procesado, aquí están nuestras caras en el momento justo de hacer la cumbre, que coincidió con una espectacular puesta de sol. Algo en nuestras expresiones me dice que volveremos, una y otra vez, a subir montañas juntos.